¿Para qué sirven las humanidades?

Muchos jóvenes con interés por estudiar Humanidades (incluidas aquí la filosofía y las letras) a menudo se ven obligados a dar explicaciones por su elección. Escoger el camino de “la vida contemplativa” puede resultar para muchos una pérdida de tiempo.

Cuando se quiere averiguar por qué alguien tendría la fatal idea de estudiar Humanidades, hay dos preguntas que se repiten. A la pregunta: “¿de qué vas a trabajar con Humanidades?” se le suma otra peor: “¿para qué sirven las Humanidades?”. A la primera persona le preocupa tu futuro laboral. A la segunda le cuesta apreciar el valor de esos estudios por la escasa posibilidad de ser retribuidos económicamente. En esa diferencia reside el primer problema; aquello que sirve es en el significado social aquello que da trabajo. Y aquello que da trabajo es aquello que tiene valor a nivel social. 

En el significante de esas preguntas se condensa la idea por la cual formación es igual a valor económico; o lo que es lo mismo, el valor de tus estudios se ve supeditado al mercado

Buena suerte.

“El sentido público de la profesión es el sentido que la sociedad, o un sistema general de valores, le reconoce y le atribuye, mientras que el sentido privado es la respuesta que uno o una se da sobre por qué está haciendo lo que hace, o por qué lo hace como lo hace, una especia de intuición creativa de lo valioso.” [1]

En el mundo actual unos estudios sirven en la medida en que tienen una utilidad económica, industrial o lucrativa y estén al servicio del momento histórico en que se dan. Actualmente y cada vez más las Humanidades se convierten así en la vía non grata; pues estas se centran en un principio muy simple y mal asumido: entender el mundo que nos rodea, entender al ser humano y tener conciencia de nuestro paso por el mundo. Tenemos que aceptar que se ha asumido mal lo que significa entender al ser humano. Este verbo es sinónimo de conocer y no de controlar. 

En este sentido las Humanidades han envejecido mal, se han vuelto un bien del que se puede prescindir como consumo existencial. Los programas de televisión sobre teatro ya no existen, las entrevistas televisadas gratuitamente a personalidades del mundo de la cultura escasean y la escucha y la reflexión se han substituido por la imagen y la tecnología: los dos hilos que mueven el mundo. Poco importa que las Humanidades alberguen las lecciones de la Historia o las preguntas y las respuestas eternas del Hombre. O que la formación sirva para ejercitar algo que se da por sentado como es: pensar. Poco importa que eso sirva para alimentar las cuestiones que mantienen una democracia sana o intentar definir los desdibujados límites de la ética, el servicio, la igualdad… ¿Nadie le ve el fin social a eso? 

Muy al contrario, su ausencia ha significado nuestra incapacidad para formular las preguntas adecuadas al sistema o a uno mismo, y para reconocer los límites de la influencia o la manipulación sobre los demás. Esta ausencia se nota; a la razón filosófica la ha substituido la razón de los algoritmos y la sed de ventas y consumo ilimitados. Ahora entender al hombre tiene como único fin controlar su comportamiento. Sin olvidar que la sobrevaloración de la juventud supone la laxitud de la madurez que ha infantilizado al hombre pensante y sus expectativas.

Acalladas por el mito de la modernidad y la gloria low cost del like, las Humanidades sufren la fama de ser un desecho social como un abuelo olvidado en su condición de retirado, ajeno a la actividad social. La competencia sepulta todo lo que no está destinado a ponerse el mundo por montera, a tener un alcance global, a servir de modelo para todo el planeta, a uniformar al consumidor y conseguir un reconocimiento transversal.

Entre las vertientes de las letras, el periodismo actúa como portavoz inmediato, siendo el ámbito más popular y el más peligroso. Éste se estudia como una técnica más que como un instrumento delicado para aplicar el conocimiento. Su desunión con la filosofía y las letras y el desinterés por complementarlos, obliga a entenderlos como entes tan separados que han dado lugar al periodismo mediocre y a la confusión de que todo lo que está escrito en un periódico tiene motivos para ser verdad. El mundo se ha acelerado de tal manera que el rigor argumentativo se ha convertido en un molesto circunloquio. En el siglo de la especialización técnica, la filosofía y las letras han quedado rezagadas y condenadas a la autoreferencia de la escritura académica, esclavas de la densidad de sus teorías en un mundo digital que advierte del tiempo que tardará el lector para leer un artículo. 

Sin embargo, si las Humanidades no forman al periodista, forman a un tipo de lector. Este adquiere un poder silencioso y solitario: el de construir un criterio. Es la contrarespuesta a lo que viene dictado. Y he aquí el verdadero servicio y necesidad de aplicación. La responsabilidad y la capacidad de confrontarse. Más allá del material que recibamos en la vida, ya sea un trabajo, un libro, artículos de periódico… lo importante es qué hace el receptor con eso. Es una utilidad callada y silenciada, es la responsable de nuestra complicidad o no con la opinión pública, de reconocer la dignidad de las diferencias y de la independencia individual dentro de la comunidad. 

El estudiante, al fin y al cabo, no aprende más facultades que las que la Humanidad ya ha conocido: la filosofía, la historia, la literatura, el lenguaje y las artes en sus distintas vertientes. El conjunto es en sí mismo un poder tan amplio como inasible. Sin embargo, resulta difícil de entender su elección al ser una formación que no está destinada a generar o administrar un bien de consumo en primera instancia, sino que trata de practicar la apología del contenido sobre la imagen. Es inatractiva por no participar en el histrionismo de la impresión visual, por la serenidad de ser un valor individual e independiente, un bien social que no tiene como objetivo llegar a un consumidor sino a una persona. No quiere ni tiene que convencer a nadie. En realidad, seguir su camino es un acto de valentía que supone el sacrificio de desprenderse de lo conocido y cuestionarlo, de salirse del grupo para ganar perspectiva. Es, paradójicamente: un acto de libertad y de emancipación que poco casa con la ambición del control

Las Humanidades no son una especialidad, son el patrimonio común a disposición de cada individuo. Ni siquiera son unos estudios en realidad, por mucho que existan como tal. Son nuestra casa, el origen de nuestras costumbres, de los partidos políticos, del rechazo y las rencillas que nos provoca decir nuestra opinión política, es el origen de nuestros refranes, la historia tras los nombres de nuestras calles, la censura de los términos, lo popular y lo impopular, el vacío de nuestros pueblos. 

El mercado español

El trabajo se adapta a las modas. El ámbito laboral responde a las necesidades económicas de los tiempos que le ha tocado vivir. La particularidad de nuestro país es la suma de muchos años de incultura general y el complejo de inferioridad de haber sido largo e históricamente pobres. Las actividades económicas han variado a lo largo de nuestra historia nacional. Partimos de la situación que enfrentó una de las primeras democracias: una economía agrícola con un 40% de la población analfabeta, acultural y volcada hasta el deslome en jornadas interminables que solo frenaba la puesta de sol. Hablamos de los años 30, cuando la mayor parte de la población tenía como única previsión ganarse el pan del día. La generación de nuestros abuelos es la generación del campo, de trabajar la tierra, coser y reparar la propia vestimenta, preservar, matar animales para dar de comer a todos los miembros de la familia que quedaban sin caer en la enfermedad.

El curso de la economía viró al ritmo en que cambiaba la fisionomía urbana. En los años 60 y 70, las ciudades industriales ampliaron sus fronteras con la ola de emigración del campo a la ciudad. Estudiar era en sí garantía de trabajo, garantía de saber, y éste estaba premiado.

En el imaginario nacional e internacional el franquismo dejó a España en un lugar de retraso. La muerte de Franco y el inicio ya inevitable de la democracia, la normalización del trabajo y de los derechos del hombre y de la mujer permitió que la educación dejara de ser un privilegio de algunos pudiendo ser una opción al alcance de la gran mayoría. En el alma social y personal, en el gen de cada familia quedó gravada la memoria de la pobreza, la dificultad, la adaptación a la comunidad para sobrevivir en un país traumatizado por la Guerra Civil. Las compuertas cerradas en los lejanos pueblos y la nueva vida en la ciudad significaba evitar por siempre volver a pasar penurias. En los años 80 y 90 estudiar no era en sí garantía de trabajo, sino de encaminarse a ganar el dinero que nunca se había ganado antes. Las universidades se llenaban por primera vez de estudiantes pobres. 

Años después, con el aumento automático del número de trabajadores, la demanda del empleado se abarataba. Habría demasiada oferta.

Y es aquí donde la palabra progreso cambia su significado. Otra palabra que cambia su significado y con ello otro modo de comprender la vida social y laboral

Para garantizar un progreso, había que subirse al carro del tejido internacional promovido por los principales países teóricos del capitalismo. Como España no se entiende sola, sino como parte de la historia y de la evolución de otras sociedades a la par, vamos a citar a otros actores europeos. Ni Reino Unido, ni Francia ni Alemania se enfrentaron a los 64 años de la laguna cultural que había dejado el nacionalcatoliscismo durante el franquismo. El franquismo encorsetó con su doctrina al país, censuró la cultura e implantó el miedo a la diferencia. 

El miedo a la pobreza y a la diferencia son por tanto factores determinantes para evitar pisar los campos supuestamente inertes de la cultura. Lo importante es entrar en la actividad económica y tener valor humano suficiente para merecer un sueldo digno. Decidir un camino que no tenga como fin la ganancia económica supone abocarse a una justificación continua de las decisiones personales, y ser cuestionados por escoger un camino distinto del que transita la mayoría. Además, la vulgarización y el desprestigio del conocimiento con la progresiva globalización y por último, con la sobrevaloración de la tecnología ha supuesto la devaluación definitiva del pensamiento crítico para el país.

Nuestra aproximación es tan social y cercana como destructiva, las opiniones de los conciudadanos son deliberadas antes de ser preguntadas y alzamos nuestras voces sin ni siquiera preguntarnos por qué pensamos lo que pensamos. Hay mucho más intercambio de opiniones que capacidad para aceptar las diferencias, asistiendo en muchos casos a ofensas vividas como inadmisibles cuando se da una opinión en la que los logros del receptor no tienen cabida. Entonces, está claro, tienes envidia.

Envidiar al rico es síntoma del complejo de inferioridad de la España en la cola, de la España que podría ser como los otros países ricos, que podría hablar inglés, crear programas, venderlos en el mercado internacional y emprender cualquier cosa. Ya no se cree en la democracia, en el movimiento colectivo. Tú también puedes gobernarte a ti mismo y a los demás, ser emprendedor y salir en la revista Forbes, vender más que el año pasado, tener filiales en todos los países, ser un gurú del crecimiento empresarial, estar en la cúspide del progreso. La imagen aspiracional genera ciudadanos víctimas de la idealización de un país rico, entendiendo la riqueza económica como la única idea posible de éxito. Aunque ignoremos que el único fin que se lee aquí es el éxito individual y que en realidad para ser un país grande primero debamos destacarnos culturalmente. El progreso se entiende proporcional al número de empresarios y emprendedores que tenga el país.

Una solución

Una sociedad que no incluye la cultura en su actividad económica es una sociedad abocada a la separación y al individualismo. La cultura queda relegada al ocio y al entretenimiento. Y lo cierto es que somos un país que consume cultura. En los Hábitos y Prácticas Culturales en España 2018-2019, del Ministerio de Cultura y Deporte se concluyen las costumbres en cuanto a participación cultural. Leer, ir al cine y escuchar música no solo son las actividades preferidas sino que además se ha estudiado que quienes asistieron a museos, galerías o exposiciones leen más, van más al teatro y al cine. A esto se destaca que el 85,6% de los lectores solían leer en su infancia. Y de ellos 60,1% de sus padres también leían. Somos fuertemente influyentes e influenciables. La curiosidad no es innata, como se suele decir, la curiosidad se expande a medida que entras en ella.

Integrar las Humanidades en el mercado sería un logro social. Descubrir su valor y su relación con todo consumidor es la cosecha esperando a ser recogida. Abrirnos a la cultura y otorgarle valor práctico

En un articulo (del que ya hicimos mención en este artículo) publicado en la revista Xataka escrito por Arantxa Herrán sobre el papel de las Humanidades dentro del mundo tecnológico subraya que la imagen y la expansión han ganado terreno como consecuencia de la globalización. El contenido es importante sólo en cuanto acompañe a éstas. La creación de equipos mixtos, compuestos por profesiones técnicas y humanísticas es una fórmula que promete y ya se está aplicando en muchas empresas y sectores. Algunos ejemplos son los fundadores de YouTube, Pinterest, PayPal o LinkedIn, todos coinciden en ser humanistas o filósofos. Para el desarrollo de la Inteligencia Artificial por ejemplo, se necesitan lingüistas, antropólogos o psicólogos. Los proyectos tecnológicos que no tienen en cuenta el contexto cultural fracasan porque las habilidades digitales y las humanísticas se necesitan juntas. Como se suele decir, si no puedes vencer a tu enemigo cásate con él. La solución ya se está implantando al colar las Humanidades en los contenidos de la empresas tecnológicas, en la comunicación, en el periodismo, romper los mitos de la especialización y unir equipos con formación ecléctica.

Por otro lado, la Comisión Europea reclama que las Humanidades se complementen con una formación en competencias digitales adecuadas. Interesarse por las habilidades técnicas es la pieza que le falta al humanista para formar parte del puzzle del mercado.

La realidad colectiva

La realidad es que muchos ni siquiera saben lo que significa ser humanista. En LinkedIn, la mejor plataforma demoscópica actual para calibrar los valores de la sociedad sin necesidades de encuestas, aparecía una posición libre como humanista. En la aureola y la inmediatez que concede la autopublicación, un humanista era requerido para motivar y ambicionar a sus trabajadores. Así es, buscaban a personas que consiguieran reforzar los lazos comunicativos entre los empleados y sacar lo mejor de cada uno. Preciosa labor, pero que tiene tanto que ver con las Humanidades como con la ingeniería mecánica. Es decir: Nada. Un humanista puede ser humano, en el más dulce de los sentidos, pero no necesariamente es al revés. Partimos entonces de un término que ni siquiera la sociedad tiene familiarizado ni reconoce con claridad su significado.

En la misma plataforma, un CEO español dedicaba un post a sincerarse con orgullo sobre la gestión de su empresa frente a la crisis del Coronavirus. Como líder, necesitaba comunicar su alivio y generosidad al haber conseguido sacar a flote su empresa subrayando que había prescindido de su sueldo para poder pagar a sus trabajadores. En la descripción de su ejemplo había omitido absolutamente todas las tildes que la lengua española podía aplicar. Su mensaje se llevó miles de elogios en un país acostumbrado a la corrupción y a la desprotección legítima de los derechos del trabajador. Como si un hecho como tal deba ser de agradecer y no ser asumido como el deber del empresario. Otros pocos lectores avezados, es su pertinaz e incontenible capacidad para extraer las varias lecturas de un mismo texto, pudieron reconocer además de a un empresario hablando de autoadmiración y de desigualdad, a un líder que no necesitaba tildes y a miles de lectores que no las echaban de menos.

La cantera de ejemplos no acaba y cada día se teje así la normalidad. De aquí se desprende otra verdad, se puede medir la calidad de un texto por el nivel de vergüenza de su sociedad.

Y lo cierto es que todo es importante, hasta las tildes. Conocer el significado de las palabras, el rigor en la autopublicación; cada persona somos un ejemplo para los demás. Cuidar cada uno de sí mismo, es cuidar del receptor y de su sensibilidad. Maltratar el patrimonio, ya sea la lengua o la herencia histórica, y situar el seno del progreso en el elogio a la personalidad y la autoafirmación, embrutece la sociedad como comunidad de individuos bajo la misma cultura. El trabajador contemporáneo tiene como único fin salvarse a sí mismo con el pretexto de liderar a los demás. Es la reacción al “sálvese quien pueda” del sistema capitalista neo-liberal. Es la navaja de doble filo que permite distanciarte de la condena de empleado asalariado y celebrar el individualismo económico. Es la gula enfrentada a buscar una solución contra el hambre. Es tapar la respuesta en segundo plano. Y lo cierto es que nos falta recordar a los productores y ejecutores bursátiles que somos todos, cómo podemos garantizar nuestras necesidades colectivas. Educarnos para reconocer nuestra responsabilidad en el mundo es necesario. La falta de sensibilidad, de automejora, de perfeccionamiento, de rigor, de ser ejemplo esconden nuestra dependencia.

Pero si la “obediencia exterior” es más fuerte que la “la actividad espiritual interna”, usando nuestras propias expresiones, nuestras democracias se arriesgan a debilitarse. Por eso recuerda la importancia crucial de la educación de los ciudadanos, la cual no debe limitarse a la adquisición de conocimientos generales, sino también a la enseñanza de la convivencia, la ciudadanía, el conocimiento de sí mismos y el desarrollo de la razón. Después de Montaigne, que abogaba por una educación que consiguiera cabezas “bien hechas” más que cabezas “bien llenas”, Spinoza sabe que cuanto más capaces sean los individuos de adquirir un juicio seguro que les ayude a discernir lo que es bueno de verdad para ellos (lo que llama “la utilidad propia”), más útiles serán a los demás como ciudadanos responsables. [2]

Hay futuro alternativo a la tendencia al aislamiento tecnológico y el olvido de las humanidades. Salir de la obsesión del reconocimiento, del complejo mesiánico del emprendedor que tiene Silicon Valley como templo, los propagadores de la doctrina “métete el mundo en el bolsillo” cuyas palabras han substituido las del templo de Delfos “conócete a ti mismo”.

Hemos visto estos días que la tecnología y los negocios no sostienen por sí solos el planeta. Sirven muy bien para distraerse pero no tienen la solución para cuidar de la Humanidad a largo plazo. El mundo ha dejado de jugar al Monopoly cuando un minúsculo virus se ha filtrado invisible a través de nuestras vías respiratorias de un aire contaminado por la red frenética de conexiones laborales que ocupan nuestro calendario. No ha podido sucumbir a la forma más avanzada de futuro, la era tecnológica y ultraliberal de generar imperios económicos que empezaron una vez en un garaje de California. 

Que un gol cueste 436.000 Euros, que la semana de la moda de Nueva York mueva 790 millones de Euros al año o que Ibiza reciba en verano 8,1 millones de viajeros en su minúscula pista de aterrizaje, deja de tener sentido. 

Entonces conviviendo con las noticias que reiteran día tras día el análisis de un virus desconocido que ha silenciado las calles y nuestras expectativas, aparecen las voces sepultadas de los filósofos y de los pensadores. Otra cosa es que los escuchen tras años de concederles ilegitimidad. Sin embargo, aflora una evidencia, el éxito individual del “sálvese quien pueda” disfrazado de liderazgo queda substituido por buscar la fórmula del éxito colectivo, y a eso, se le llama progreso.


  • [1] Ibáñez, J. (2016). El reverso de la historia. Calambur, Col. Criterios, página 31. Barcelona.
  • [2] Lenoir, F. (2019). El milagro de Spinoza (Trad. Ana Herrera). Ariel (2019).

Sobre la autora:

Belén Lucas es licenciada en Humanidades por la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona y master en Culturas románicas por la Humboldt Universität de Berlín, con especialización en lengua francesa y española. Reside en Berlín, donde trabaja como gestora cultural y traductora, y colabora asiduamente como redactora para Berlín Amateurs.


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