Dentro de esa tendencia, que creemos necesaria, de inventar términos, herramientas y otras piedras filosofales para la propia supervivencia del marketing y la publicidad, recientemente el futuro parece estar en las experiencias inmersivas.

Son numerosos los artículos online, menciones en LinkedIn y demás, que apuntan a las experiencias inmersivas como el must del marketing para 2020, y para el futuro. El “último grito para fidelizar clientes […] la estrategia pasa por generar experiencias que envuelvan al usuario en un entorno atrapante, gustoso y que le permita disfrutar e interactuar al mismo tiempo que se lleva una impresión favorecedora de la marca” sentencia una artículo de Tecnología para los negocios de la Cámara de Valencia.

Se habla de experiencia inmersiva cuando se lleva lo digital a un espacio, cuando en realidad la propia experiencia inmersiva es ya acudir al espacio físico en lugar del digital. Ir, por ejemplo, a un museo a ver realmente una obra: su textura, los volúmenes, cómo incide la luz, cómo dialoga con otras obras, con el espacio, con los visitantes… es ya una experiencia inmersiva en sí, porque todo eso no se logra en digital.

Vaya por delante que el término es ya en sí redundante porque ¿qué es una experiencia si no inmersiva? ¿se puede estar acaso fuera de la experiencia? ¿la capacidad de inmersión no dependerá de la atención de su receptor más que de la propia experiencia? Inmersivo ni siquiera aparece en la RAE. Metafísicas aparte… hay un hecho aun más relevante y es que las experiencias inmersivas, como concepto, distan mucho de ser precisamente una novedad.

Como construcción de un relato cuyo objetivo es captar de forma intensa la atención de su receptor o construir una realidad particular dentro de un entorno físico, de transmitir intangibles, las experiencias inmersivas son tan antiguas como los orígenes de las humanidad, cuando se empezó a crear cultura y con esta sus manifestaciones artísticas: aproximadamente unos 800.000 años.

Las primeras manifestaciones culturales, como el yacimiento de Atapuerca, no eran meros dibujos sobre piedra con una intención ritual para “atraer” la caza; formaban parte de una escenificación, por este motivo se hayan al fondo de grutas profundas donde no entra la luz. Las figuras fueron dibujadas siguiendo el relieve de la roca y, como parte de esa escenografía y del ritual, al iluminarlas con fuego se creaban sombras sobre la roca que producían un efecto de movimiento en ellas.

“Si como espectadores nos detenemos a imaginar – y examinar – esa escena, le podríamos atribuir algún efecto mágico a la proyección de la luz de la lámpara sobre las figuras sobresaliendo y entremezclándose en los muros convertidos en pantalla, para generar la ilusoria creencia del movimiento y la vida. Así veríamos que las patas delanteras se tocan y separan con las traseras del bisonte embistiendo, con la cola que parece levantarse cada vez más mientras los cuernos se preparan al bajar su cabeza, dejándonos entrever el relieve”. (E. GIUSTI C. y BARBAGELATA, N; Psicoanálisis y cine. Un dispositivo en extensión).

A lo largo de la historia, las construcciones de nuestra cultura recrean de forma continua experiencias: el Antiguo Egipto, Grecia, Roma, las catedrales bizantinas… todas reflejo de unas intenciones, todas pensadas y creadas para que aquel que las pisara se quedara envuelto en cierta atmósfera y ciertas emociones.

La idea de utilizar el relieve para crear un efecto de movimiento se encuentra también en las construcciones colosales del Antiguo Egipto, cuyas representaciones figurativas están también hendidas en la roca para que al iluminarse crearan una sensación de movimiento. Del mismo modo, sus construcciones funerarias están pensadas para que todo el poder del faraón, tanto en esta vida como en la del más allá, se hiciera presente y lo dominara todo. Quizás ya no haya faraones pero su presencia perdura en la experiencia de estas construcciones que, como herencia, nos dejaron el término “faraónico” para atestiguarlo.

Las catedrales románicas y góticas son ejemplos particularmente notables de cómo históricamente hemos modulado las experiencias en los espacios y construido relatos a través de ellos.

“[…] El escultor había de trabajar en una caracterización que tuviera en cuenta tal función. Para despertar una actuación emocional de espanto ante el castigo y el infierno, y de aborrecimiento del pecado, debía, en consecuencia, tratar de comunicar a esos animales y seres fabulosos una especie de verosimilitud, que hiciera posible que en el espectador se produjese tal reacción sentimental (W. Weisbach, Reforma religiosa y arte medieval, 1945).

El románico busca una espiritualización del espacio, en nuestro lenguaje contemporáneo una inmersión en la divinidad, ya que “persigue un simbolismo que no pretende tanto representar cuanto conjurar y hacer presente espritualmente al ser santo que se trata de representar” ( A. Hauser; Historia social de la literatura y el arte, 1962) para “ser movido a un íntimo vivir y sentir hechos religiosos y mandamientos eclesiásticos. Se le pondrá delante la sublimidad y majestad de lo divino en su trascendencia, o la bienaventuranza del paraíso […] y así se provocarán en él reacciones anímicas” (W. Weisbach; Op. Cit.)

Pensemos en una catedral románica: gruesos muros, apenas iluminada interiormente, al entrar tienes una sensación de aislamiento, obras y tallas que tienen una apariencia primitiva, monstruos que juzgan al que entra, austeridad, falta de ornamento. Dios está en todas partes y nosotros, pecadores ignorantes que no sabemos leer, debemos conocer la fuerza divina y la palabra de Dios a través de su casa y de las representaciones que alberga.

Por el contrario, las catedrales góticas construyen una experiencia estética que refleja una nueva forma de relacionarse con la divinidad, y en la construcción de ese espacio inmersivo que es la catedral y que refleja un regreso a la representación de lo bello que es reflejo de Dios, ascienden hacia el cielo en señal de conexión, ordenando el mundo, recordando que el cielo está sobre la tierra. Llenas de luz porque se pasa de un Dios castigador a un dios que lo ilumina todo porque está presente en todo lo bello. De ahí los rosetones, las cristaleras que lo bañan todo y que, al entrar, también bañan al fiel, tocado por la luz divina, que se siente envuelto por ella en esa construcción que asciende.

En París, las partes elevadas de la Sainte Chapelle no son nada más que una trampa aérea tendida para apresar todos los rayos. Los muros desaparecen. Por todas partes, la luz penetra un espacio interior que se ha vuelto perfectamente ho­mogéneo […] En Reims, Juan de Orbais concibe ventanas completamente suspendidas, de las que Villard de Honnecourt hace el diseño y que luego se difun­den por todas partes; más tarde, el maestro Gaucher suprime todos los tímpanos del portal de la fachada y los reemplaza por vidrieras. Los rosetones florecen por doquier, diseminándose hasta alcanzar el armazón de los contrafuertes. Círculos de per­fección, símbolos de rotación cósmica, estos representan el flu­jo creador, la procesión de la luz y su retorno, aquel universo de emanaciones radiantes y de reflejos que describe la teología de Dionisio”. (DUBY, G; “La era de las catedrales: arte y sociedad. 980 – 1420”).

Consideremos además que este espacio para ser experimentado está complementado con cirios que iluminan el interior y crean juegos de luces, cantos, oraciones y la ritualización de la eucaristía; más allá de su contenido religioso, todo en su conjunto forma una experiencia que pretende abstraer al que la vive.

Lo más sorprendente es además que estas experiencias siguen vigentes, su esencia permanece aunque nuestra lectura sea diferente.

Esta voluntad inmersiva del arte permanece a lo largo de toda la creación cultural de la humanidad, sin ir más lejos artistas del expresionismo abstracto como Jackson Pollock daban indicaciones muy precisas a las galerías y museos que iban a exponer sus obras para que éstas estuvieran a cierta distancia del suelo de tal modo que el espectador se sintiera inmerso en ellas. Mark Rothko tiene una sala explícitamente conceptualizada por él en la Tate Modern donde la luz, la temperatura y las propias obras están dispuestas de modo que se cree una atmósfera envolvente que despierte ciertas emociones en el visitante. No son las únicas muestras: la capilla Rothko en Houston, la capilla Matisse en Vence, Francia o la capilla Tàpies en la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona son otras muestras de ello.

Con las sociedades modernas y la laicización de la sociedad seguimos construyendo experiencias, aunque ya con una voluntad más palpable de experimentación en el sentido contemporáneo, relacionado con el consumo: museos, boulevares, centros comerciales… lugares que transmiten emociones o crean atmósferas más allá de la propia arquitectura. Donde hay un relato detrás. Y también con las sociedades de consumo construimos marcas que nos hacen (algunas, no todas) vivir experiencias, sean o no sean digitales, porque la experiencia no deja de ser un relato, y de lo que se trata aquí es de construir historias que apelen a las emociones, que perduren en el tiempo;  en publicidad, y en la comunicación en general, deberíamos aspirar a esto y no al efectismo banal de un teatro de sombras chino.

Volviendo a las experiencias inmersivas como futuro de las campañas de marketing, es verdad que alguien podrá decir aquí que hablamos de experiencia “virtual” inmersiva, que esto se podría considerar la pseudo-evolución de lo anterior; pudiera ser, aunque esto no nos exime de uno de los objetivos primigenios de cualquier disciplina de comunicación (y salvo que andemos errados, la publicidad es una de ellas): sumar al discurso, crear relato, lo contrario es ruido.

Hace poco se inauguró en Barcelona la exposición Monet: la experiencia inmersiva. La intención de acercar los nenúfares de Monet al público de a pie que no tiene la oportunidad de disfrutarlos en directo es más que loable, pero en su lugar nos encontramos una gran proyección de luces desordenadas y caóticas que utilizan la belleza de los tonos de los oleos de Monet como reclamo comercial pero bajo los que no hay nada que aporte algo nuevo a lo que podríamos experimentar viendo la obra en directo, fuera esta experiencia sensorial o didáctica. En qué contexto se crean las obras, qué suponen para la corriente impresionista, qué textura y dimensiones tienen, cómo dialogan entre ellas, qué suponen para la creación artística posterior son cuestiones que no quedan ni remotamente respondidas. Sin embargo, sí había colocado en la exposición un puente de construcción que trataba de reconstruir el propio del cuadro, muy apto para hacerse selfies, y una tienda de souvenirs al finalizar el recorrido.

A muchas obras les sucede (y es también el objeto restringido de ciertas artes) que no pueden dar otra cosa que efectos de primera intención. Si nos detenemos en ellos, encontramos que sólo existen al precio de alguna inconsecuencia […] Hay monumentos de arquitectura que proceden exclusivamente del deseo de levantar un decorado impresionante que pueda verse desde un punto determinado, y esta tentación induce a menudo al constructor a sacrificar determinadas cualidades, cuya presencia y carencia aparecen tan pronto uno se aparta un poco del lugar propicio previsto.” (Paul Valéry en La invención estética).

Quizás la problemática no esté simplemente en el hecho de que la experiencias inmersivas sean tan viejas como la humanidad; sino que, en nuestro contexto de desarrollo tecnológico, corremos siempre el riesgo de que la tecnología se convierta en un fin en sí mismo en lugar de aportar un amplificación de algo que se quiere contar. El relato debe estar antes de la tecnología y no al revés.

El hombre moderno, así como está extenuado por la enormidad de sus medios técnicos, está igualmente empobrecido por el exceso de riquezas” que diría Paul Valéry en La invención estética.

La tecnología tiene que ser un medio, sea una obra de arte, unos valores de marca o un lanzamiento nuevo; la tecnología nos tiene que ayudar como soporte; porque la tecnología como pirueta de habilidad digital, además de que no aporta nada, exige muy poco a su receptor y da por hecho que con una chispa efímera de malabar tecnológico le vamos a cautivar. En todas las disciplinas cuyo ánimo es comunicar(se), ofrecer más, crear más, pensar más… perder soberbia y confiar más en aquellos con quienes nos queremos comunicar debería ser el objetivo último.


  • E. GIUSTI C. y BARBAGELATA, N; (2012) “Psicoanálisis y cine. Un dispositivo en extensión”. Ediciones UNL, Secretaría de Extensión, Universidad Nacional del Litoral. Santa Fe, Argentina.
  • W. WEISBACH; (1945) “Reforma religiosa y arte medieval”. Citado en LABAD SASIAÍN, F. (2004) “Fundamentos de la estética idealista del Románico”. Codex aquilarensis: Cuadernos de investigación del Monasterio de Santa María la Real. Nº 20, pp. 152-172.
  • A. HAUSER; (1962) “Historia social de la literatura y el arte”. Citado en LABAD SASIAÍN, F. (2004) “Fundamentos de la estética idealista del Románico”. Codex aquilarensis: Cuadernos de investigación del Monasterio de Santa María la Real. Nº 20, pp. 152-172.
  • DUBY, G; (2005) “La época de las catedrales: arte y sociedad. 980 – 1420”. Cátedra.
  • VALÉRY, P; (2018) “La invención estética”. Casimiro. Madrid.

Sobre la autora:

Sara Lucas es Publicista y Directora de servicios al cliente. Lleva más de diez años en agencias de publicidad gestionando proyectos de comunicación integral tanto nacionales como internacionales. Además es licenciada en Humanidades y posgraduada en Teoría y estética del arte contemporáneo.


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